Con mucha miga blog de pruebas
Estamos probando nuevas formas de cabeceras.
LA PASCUA
D. Pedro de Alba, historiador privilegiado de la montaña de Boñar
Hoy se cumplen 155 años desde aquel 2 de julio de 1870 cuando se produjo el óbito de D. Pedro de Alba Fontaos al que debemos la primera obra que se aproxima a la "Historia de la montaña de Boñar" escrita en 1863.
Tras releer la misma, desempolvar informaciones ya recopiladas, complementarlas con otras de más reciente investigación obtenida en los Archivos Provincial y Diocesano de León y girar visitas tanto a su Voznuevo natal como a Valdesaz de los Oteros, donde falleció y fue enterrado, me ha parecido oportuno rendirle un merecido homenaje coincidiendo con tan señalada efeméride. En el enlace siguiente podréis acceder a un documento de 13 páginas que ilumina su vida, un texto enriquecido con documentos, cuadros y fotografías que ayudan a situarnos más palpablemente ante este querido antepasado.
religiones del mundo
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El debate de CNN+
Dios, qué buen vasallo...
Esto es lo que ocurre también hoy entre nosotros: quienes detentan el poder están destruyendo o dejando destruir la mancomunidad, por falta de «espíritu público»; y así, el destino de ese «sentimiento patriótico» que germina espontáneamente en ocasiones como la presente es infecundo; o, todavía peor, putrescente. A los pueblos comandados por hombres que carecen de «espíritu público» no les queda otro remedio sino vagar entristecidos, como al Cid del destierro («Dios, qué buen vasallo si hubiese buen señor»), cuando no enzarzarse en querellas intestinas que son como guerras civiles latentes. Esta situación de «guerra civil latente» es la que padecemos hoy en España, azuzada por ideologías que, en lugar de buscar el procomún o bien general, buscan el bien particular de un grupo o de una región; y que se hacen fuertes subrayando ese particularismo, dividiendo a los pueblos en lo profundo, actuando como sucedáneos religiosos que dificultan el entendimiento, la «mancomunidad de almas». Y, cuando más se debilita esa mancomunidad, más fuertes se hacen esas ideologías y los «partidos» que las representan; de tal modo que la robustez de tales partidos se cobra a costa del espíritu público y del sentido patriótico. Así, debilitando la mancomunidad, es como nuestros gobernantes se han hecho fuertes; y, aunque jalean el «sentimiento patriótico» que en estos días prende entre las gentes divididas, temen en lo más profundo de sus corrompidos corazones que de ese «sentimiento» instintivo (emotiva nostalgia de un bien que nos ha sido arrebatado) brote un «sentido» orientado hacia lo alto. Para evitar que tal ventura ocurra, seguirán azuzando la guerra civil latente que los hace fuertes.
Calendarios riojanos
Observaba Castellani que, al tiempo que la Iglesia redujo sus fiestas de precepto, el mundo liberal empezó a multiplicar las suyas; y auguraba que no estaba lejano el día en que los 365 del año estuviesen todos ocupados por un enjambre de fiestas tan irrisorias como rimbombantes. Los gobiernos de progreso, que no adoran a Dios ni creen en la vida eterna, gustan en cambio de adorarse a sí mismos y creen en la posteridad, que es algo así como una nada eterna con boletines oficiales y manuales de Educación para la Ciudadanía. Si los Papas tienen potestad para canonizar santos, los gobiernos de progreso apellidan las calles con los nombres de sus adictos; y si los Papas tienen potestad para crear fiestas de precepto, los gobiernos del progreso se sacan del magín una caterva de fiestas civiles, a cada cual más relamida y superferolítica: pues toda idolatría (y ninguna tan frenética y pelmaza como la idolatría del Progreso) es una falsificación paródica de la religión. En su obsesión enfermiza por falsificar la religión católica, los gobiernos de progreso caen en los excesos más abracadabrantes; y a veces, incluso, meten al enemigo en casa, como le ocurrió a aquel fraile del chiste, que decía: «Todo es bueno para el convento», y llevaba una puta al hombro. Y, como ha hecho el alcalde de progreso de Logroño, colocan en el calendario la Independencia de Pakistán para desalojar la Asunción de la Virgen, a la vez que conmemoran el nacimiento de Mahoma y silencian el de Cristo. Tal vez algún día se acuerden de Santa Bárbara, cuando truene; pero para entonces ellos ya estarán disfrutando de la posteridad y nosotros de la vida eterna, si Dios quiere.
En su celo anticatólico, este calendario riojano se ha olvidado de señalar con almagre la fiesta de la vendimia; y es natural que así sea, porque el católico bebe para recordar su esperanza, como el progresista lo hace para olvidar su desesperación. Tal vez estas fiestas falsificadas sirvan para mantener entretenidos a los ociosos, o para que los parados se crean tan ociosos como el que más; pero las fiestas verdaderas no se crean por decreto. «En la fiesta -escribe de nuevo Castellani- se reunía la comunidad a comer, a recibir el Sacramento y a comulgar entre sí, es decir, a poner en común sus ideas, sentimientos e intereses bajo el fundente de una misma fe. Se encontraban entre ellos para encontrarse a sí mismos a la luz de una creencia común y trascendente. Ése es el tipo de fiesta verdadera, que se basa en una necesidad y se cumple en la recepción de un don espiritual, el cual por el hecho de recibirse aúna y unifica todas las individualidades». Los alcaldes de progreso podrán confiscar el calendario, como tienen confiscado el callejero; pero las fiestas siempre se les escaparán por la gatera del alma, que no cree en la posteridad ni adora el Progreso. Y nunca está ociosa.
El triunfo de los Reyes
Bien es cierto que de todo el relato católico de la Navidad el episodio de la Adoración de los Magos es el de más débil base evangélica -sólo lo menciona Mateo, sin atribuirles la condición de reyes ni especificar el número-, que sus detalles proceden de una posterior tradición semiapócrifa y que el carácter fantástico, mestizo y orientalista del mito le otorga una condición fácil de integrar en el discurso multicultural; sin embargo resulta imposible soslayar de esta celebración su potente simbología religiosa, vinculada de forma inapelable al Nacimiento de Jesús y a un ritual de pleitesía y reconocimiento de su origen divino. La celebración navideña puede encontrar sucedáneos antropológicos más o menos genéricos pero el bucle postrero de la Epifanía consagra el protagonismo esencial del Niño con la fuerza imparable de un homenaje a la infancia.
Es ahí, en el mundo sagrado e intocable de los sueños infantiles y de su evocación melancólica por los adultos, donde reside el secreto de la resistencia victoriosa de esta fiesta quimérica. Nadie se atreve a alterar el derecho de los niños a mantener viva la bellísima leyenda de esta fantasía candorosa, capaz de arrasar la inútil autocensura que la sociedad occidental se impone a sí misma para eliminar de su identidad moral la huella de una de sus más hermosas tradiciones espirituales. No habrá belén, ni estrella, ni pastores, ni ángeles, pero al cabo vienen los Reyes con su cortejo esplendoroso de imaginación y de utopía. Y no hay modo coherente de contar ese relato extraordinario sin la referencia última de un Niño en el que simbolizar el comienzo inocente y liberador de una nueva Historia.
Ignacio Camacho ABC Miércoles 06-01-10
Por qué soy católico
En algún pasaje de este libro formidable Chesterton afirma que «la conversión llama al hombre a estirar su mente igual que quien despierta de un sueño se siente impulsado a estirar los brazos y las piernas». Este estiramiento mental permite a Chesterton abordar los asuntos de su época (que son, con pocas variantes, los asuntos de cualquier época) desde perspectivas inéditas, haciendo uso de una «vista de águila» que deslumbra por su sagacidad, por su novedad, por su indesmayable originalidad; y es que la fe de Chesterton nunca es una creencia enclaustrada en sus dogmas, sino derramada sobre el anchuroso mundo, deseosa de dilucidar todos los conflictos que el mundo propone. Fe encarnada, en fin; y encarnándose en las cosas acaba alumbrando su sentido más recóndito y cabal. Creo que la razón por la que hoy no existe en el ámbito católico un escritor de la talla de Chesterton es precisamente porque los católicos hemos convertido nuestra fe en algo doctrinario que se enquista en las cosas, en lugar de alumbrarlas por dentro; y, al renunciar a una fe encarnada, el católico cae en la trampa de abordar las cosas desde los presupuestos «ideológicos» al uso, sobre los que incorpora, a modo de pegote o excrecencia, su fe doctrinaria, que así se muestra rígida o inmovilista a los ojos de nuestra época.
Contra esa visión inmovilista de la fe se rebela Chesterton en cada una de las setecientas páginas de este volumen asombroso. Y así nos muestra la incesante novedad de la fe católica, en cuyo acervo encuentra siempre explicaciones novedosas (explicaciones eternas) que desenmascaran la caducidad y contingencia de las tendencias modernas. En Por qué soy católico, Chesterton nos demuestra que la única manera de evitar el estancamiento mental consiste en enseñar a los hombres a ampliar sus miras, para que sean capaces de mirar más lejos y a más largo plazo; y así se revela como un maestro que no sólo estimula nuestra inteligencia, sino que la abraza, la sustenta, la vigoriza, la dota de un andamiaje robusto y, a la vez, la impulsa por caminos nunca trillados. Esta vigorosa expansión de la inteligencia que ilumina las cosas en apariencia más dispares se la proporciona a Chesterton una fe encarnada y unificadora; luego, claro está, hace falta saber escribir como Chesterton, pero para eso hay que estar tocado por la Gracia. A las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan les recomiendo que no dejen pasar por su pueblo a los Reyes Magos sin que les procuren su ejemplar de Por qué soy católico.
Juan Manuel de Prada, ABC lunes 4-01-2010
Nadadores a contracorriente
Así debió ocurrir con los primeros patricios que, en la época de máximo esplendor del Imperio Romano, empezaron a manumitir esclavos, como aquel Filemón que, siguiendo las instrucciones de San Pablo, decidió acoger a su esclavo Onésimo como si de un «hermano querido» se tratase. Cuando Filemón manumite a Onésimo, la esclavitud no era tan sólo una institución jurídica plenamente reconocida, auspiciada y protegida por la ley; era también el cimiento de la organización económica romana. Según establecía el derecho de gentes de la época, los esclavos eran individuos que, aun perteneciendo a la especie humana, no eran «personas» en el sentido jurídico de la palabra, sino «bienes» sobre los que sus amos podían ejercer un «derecho» de libre disposición. Los nadadores a contracorriente como Filemón alegaron entonces que, más allá de los preceptos legales, existía un estado de naturaleza que permitía reconocer en cualquier ser humano una dignidad inalienable; y que tal dignidad era previa a su consideración de ciudadano romano. Aquella subversión del sistema legal establecido ponía en peligro el progreso material de Roma; y quienes entonces nadaban a favor de la corriente se emplearon a fondo en el mantenimiento de un orden legal que favorecía sus intereses. Tan a fondo se emplearon que la abolición de la esclavitud aún tardaría muchos siglos en imponerse; y no lo hizo hasta que el ímpetu pionero de nadadores a contracorriente como Filemón propició una metanoia social, un cambio de mente que antepuso ese meollo irrenunciable de humanidad que nos permite distinguir la dignidad inalienable de cualquier persona sobre los indudables beneficios económicos de la esclavitud. Y en el largo camino que condujo a esa conquista muchos Filemones fueron señalados como retrógrados, perseguidos y condenados al ostracismo.
Como ocurriera hace dos mil años a los primeros patricios romanos que empezaron a manumitir esclavos, ocurre hoy a quienes se oponen al aborto. Los nadadores a favor de la corriente los anatemizan y escarnecen, los calumnian presentándolos como detractores de los «derechos de la mujer», los caracterizan como sombríos «retrógrados» que amenazan el progreso social. Pero, como aquellos primeros patricios romanos que reconocieron en cualquier persona una dignidad inalienable, quienes hoy se oponen al aborto no hacen sino velar por ese meollo irrenunciable de humanidad que nos constituye, que nos permite reconocer como miembro de la familia humana a quien aún no tiene voz para proclamarlo, que nos impone proteger la vida gestante, la más desvalida e inerme, como garantía de nuestra propia supervivencia moral, para que no nos ocurra lo que Marcel Proust denunciaba, al describir el clima de corrupción en el que se desenvolvían sus personajes: «Desde hacía tiempo ya no se daban cuenta de lo que podía tener de moral o inmoral la vida que llevaban, porque era la de su ambiente. Nuestra época, para quien lea su historia dentro de dos mil años, parecerá que hubiese hundido estas conciencias tiernas y puras en un ambiente vital que se mostrará entonces como monstruosamente pernicioso y donde, sin embargo, ellas se encontraban a gusto».
El día en que nos encontremos a gusto en un ambiente vital que consagra el aborto como «derecho» habremos dejado de merecer el calificativo de humanos; porque simplemente habremos dimitido de la razón, que es -según nos enseñaba Aristóteles- capacidad de discernimiento sobre lo que es justo y lo que es injusto. Y cuando el hombre se desprende de la razón es como cuando las ramas se desprenden del árbol, que no les aguarda otro destino sino amustiarse. Cuando el aborto se acepta como una conquista de la libertad o del progreso, cuando se niega o restringe el derecho a la vida de las generaciones venideras, nuestra propia condición humana se debilita hasta perecer; y entonces nos convertimos, irrevocablemente, en esos nadadores a favor de la corriente que, sin advertirlo, aceptan su propia muerte con tal de no bracear. Porque muertos están quienes por cobardía, por estolidez, por conformidad con las ideas establecidas defienden el aborto; y también quienes con su silencio o indiferencia lo amparan, quienes con su anuencia sorda respiran sus miasmas, fingiendo que no les contagian.
A los soldados aliados que, en su avance hacia Berlín, liberaban los campos de concentración donde durante años se habían hacinado prisioneros famélicos, puras radiografías de hombre despojadas de su dignidad, no les estremecía tanto el espectáculo dantesco que se desplegaba ante sus ojos como la pretendida ignorancia de los lugareños vecinos, que habían visto llegar trenes abarrotados de presos al apeadero de su pueblo, que habían visto humear las chimeneas de los hornos crematorios, que habían visto descender la ceniza de los cadáveres incinerados sobre sus tierras de labranza y, sin embargo, habían fingido no enterarse de lo que estaba sucediendo ante sus narices. Con esta nueva forma de holocausto que es el aborto ocurre lo mismo: llegará el día en que las generaciones venideras, al asomarse a los cementerios del aborto, se estremezcan de horror, como hoy nos estremecemos ante las matanzas que ampararon los totalitarismos de hace un siglo (sólo que, para entonces, las cifras del aborto serán mucho más abultadas, vertiginosas de tan abultadas); pero se estremecerán, sobre todo, ante la complicidad tácita de una sociedad que, dimitiendo de su humanidad, prefirió volver el rostro hacia otro lado cuando se trataba de defender la vida más inerme, que incluso aceptó el aborto como un instrumento benéfico, entronizándolo en la categoría de «derecho». A esas generaciones futuras les consolará, sin embargo, saber que, mientras muchos de sus antepasados renegaba de su condición humana, acatando la barbarie y bendiciéndola legalmente, hubo unos cientos de miles de españoles que el sábado 17 de octubre de 2009 salieron a la calle para gritarle a una sociedad que yacía agusanada en la tumba: «Levántate y anda». Y, agradecidos, comprobarán que, con su gustoso sacrificio de nadadores a contracorriente, aquellos cientos de miles de españoles irradiaron vida en un mundo acechado por la muerte.
Servir y ser servido
Domingo 29 del tiempo ordinario
18 de octubre de 2009
El placer, et tener y el poder. Esas tres apetencias están enraizadas en lo más profundo del ser humano. Seguramente las necesitamos para vivir y sobrevivir, para afirmarnos y hacernos valer ante los demás. De hecho, ellas dirigen y motivan la mayor parte de las decisiones que vamos tomando en la vida.
Es claro que esas apetencias están al servicio de la persona. Sin embargo, es preciso mantenerlas bajo control. O mejor, es necesario establecer una escala de valores para que humanicen a la persona. Y respetarla con sinceridad. No basta con que nuestros deseos nos ofrezcan satisfacciones inmediatas. Han de llevarnos a la felicidad.
El control de esas apetencias primordiales y espontáneas afecta a todos, creyentes o no creyentes. Es una tarea humana, antes de ser un ejercicio religioso. Pero precisamente por ser tan humanas, esas tendencias merecen la atención de Jesús. Quien ha decidido seguirle y vivir de su espíritu necesariamente habrá de ver cómo se modifican esos deseos fundamentales.
En el capítulo 10 del evangelio según San Marcos aparecen “representadas” esas apetencias humanas en tres diálogos del Señor. En el primero responde a quienes le consultan sobre el divorcio. En el segundo invita a seguirle a un hombre –o joven- rico. Y en el tercero presenta el ideal del servicio a los hijos de Zebedeo y a todos sus discípulos.
ARRIBISTAS Y VENTAJISTAS
Ese tercer diálogo es el que se proclama en el evangelio de este domingo (Mc.10, 35-45). Santiago y Juan, hijos de Zebedeo no intentan acomodar sus deseos al estilo de Jesús, sino que pretenden que Jesús acomode sus decisiones a los deseos que ellos han venido alimentando: sentarse en la gloria del Maestro, a la derecha y a la izquierda.
Seguramente entienden la gloria en términos muy visibles e inmediatos. Imaginan que Jesús viene a instaurar un reino que renueve las antiguas glorias de su pueblo. Un dominio terreno. Y desearían ocupar los puestos de mayor relevancia en esa nueva situación social. Hablan de la gloria de Jesús, pero sueñan con su propia gloria.
Este diálogo nos trae al recuerdo a todos los que han tratado de servirse del evangelio y de la Iglesia para alcanzar algunas cotas de poder o de fama. Imaginamos a emperadores y reyes que han buscado afirmar su trono gracias a la fe. Y pensamos también en los eclesiásticos arribistas de todos los tiempos.
Este diálogo nos interpela a todos. En la fe y en la Iglesia nos apoyamos para conseguir pan o seguridad, un puesto de trabajo, una atención para nuestros enfermos o un lugar para estudiar. Y a la fe y a la Iglesia se vuelven los ventajistas de hoy que tratan de alcanzar fama o dinero, desprestigiándola en el cine o en la prensa. Eso da carnet de progresista.
SEÑOR Y ESCLAVO
“El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos”. Así concluye el texto evangélico. Las ambiciones de Santiago y Juan han dado pie para una profunda declaración del Señor.
• “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido”. Como dice san Pablo, siendo de condición divina, Cristo no hizo alarde de su condición de Dios. La humildad no era para él una máscara. Se despojó de su rango y pasó entre nosotros como uno de tantos.
• “El Hijo del hombre ha venido a servir”. Jesús asumió la condición de esclavo. Arrodillado ante sus discípulos les lavó los pies. Y les pidió que aprendiesen aquella lección suprema. En su Reino los primeros son precisamente los últimos.
• “El Hijo del hombre ha venido a dar su vida en rescate por todos”. Pero el máximo gesto de su servicio fue el abajamiento que lo llevó hasta la muerte y una muerte de cruz. Al precio de su sangre hemos sido comprados y rescatados de nuestra esclavitud.
- Señor Jesús, tú conoces nuestra prepotencia y nuestro orgullo. Perdona nuestra arrogancia. Que imitando tu entrega, aprendamos a servir a nuestros hermanos en los humildes gestos de cada día. Amén.
José-Román Flecha Andrés
Apoyo a la mujer embarazada
Se ha dicho muchas veces que en lugar de condenar las tinieblas es mucho más importante encender una luz. Eso habríamos de hacer todos en la sociedad. Y eso se espera que hagan nuestras autoridades políticas y administrativas.
Como si tratara de seguir ese camino, la Ley de Castilla y León determina en el art. 4 que «para prestar la atención necesaria a la mujer con dificultades en su embarazo, se articularán, al menos, los siguientes recursos específicos: - Información y asesoramiento personalizado sobre los recursos existentes. - Alojamiento temporal. -“ Apoyo psicológico. -“ Asesoramiento jurídico. -“ Ayudas por nacimientos. -“ Integración socio laboral».
En el art. 5 dice la Ley que «se prestará especial atención a la embarazada adolescente, así como a aquellas otras embarazadas en situación de especial vulnerabilidad, desde el Sistema Sanitario, que dispondrá de protocolos específicos de actuación, y desde el Sistema Educativo, que facilitará la adecuación a sus necesidades». Ambas instancias encuentran una breve explicación en los artículos siguientes. La Ley entró en vigor el 26 de enero del año 2009, aunque promete elaborar en el plazo de un año un Plan integral de Apoyo a la mujer embarazada. Voluntaria o casualmente, la Ley 14/2008 lleva la fecha del 18 de diciembre del 2008. En ese día, la antigua liturgia hispana celebraba la fiesta de Santa María. Advertido por las antífonas mayores del Adviento, que comienza con una exclamación orante, el pueblo cristiano llamó a esa fiesta la de la «Virgen de la O» y también Nuestra Señora de la Esperanza del Buen Parto. Representada como una joven mujer embarazada, ella es un signo de vida y esperanza también en todos los tiempos
¿Qué cristianismos en España?
I. El primero es el que se ha configurado a lo largo de los siglos, con sus expresiones normativas en el dogma, la jerarquía apostólica, los sacramentos, el clero, las organizaciones parroquiales, bien de carácter estrictamente religioso o en su prolongación mediante asociaciones de seglares. Es el cristianismo implantado en el lugar, referido a demarcaciones concretas y atenidas a pie de tierra en lugar y tiempo.
II. Junto a esta primera expresión han ido surgiendo a lo largo de los siglos intentos de expresar el evangelio en una radicalidad mayor bien por una entrega incondicional de ciertas personas a su anuncio, bien por la voluntad de expresar comunitariamente alguna de sus exigencias o porque han ido apareciendo tareas universales que la iglesia parroquial y diocesana no podía cumplir. Primero fueron los monjes y luego San Benito, instrumento providencial en Europa para el cultivo de las tierras, la cultura del espíritu y el culto a Dios. Franciscanos y dominicos en el siglo XIII, jesuitas y carmelitas en el siglo XVI, las congregaciones de enseñanza, caridad y misión en el siglo XIX, han ido dando cuerpo histórico al evangelio, para ser vivido no sólo como tradición y norma colectiva sino desde la experiencia personal, confiriéndole credibilidad histórica. Los monjes, religiosos y religiosas en sus variadísimas formas deben ser la cabalgadura ligera de la iglesia, la presencia inmediata en las situaciones límite, la voz profética ante lo nuevo no atendido o frente a lo viejo necesario pero olvidado.
III. En los últimos decenios han surgido otras formas expresivas del cristianismo: movimientos, comunidades, grupos carismáticos... Son el reverso necesario de una iglesia ya dentro de una nueva sociedad, en la que tejido cristiano y tejido social no coinciden, en la que no basta la fe recibida en las anteriores formas tradicionales, en las que no es suficiente la participación anónima en la parroquia y menos todavía la realización individualista y solitaria de la existencia cristiana. La sociedad secular, las ideologías dominantes, la información derivada de otros intereses económicos o políticos, ideológicos y sociales, para los que la dimensión religiosa no cuenta: todo ello orientó a una reconstrucción de la fe desde bases estrictamente personales, desde una nueva inserción en la iglesia, desde unas articulaciones grupales con cuya ayuda la fe del individuo pudiera formarse y consolidarse, purificarse y defenderse. Estos grupos, legítimos y necesarios, pueden convertirse en minorías acendradoras de una fe más experiencial y misionera, o pueden degradarse en sectas.
IV. Hay todavía una cuarta expresión de este cristianismo católico, despuntando como brizna de nuevas floraciones, todavía apenas perceptibles, pero que llevan dentro de sí una nueva primavera. Me refiero a los bautismos y conversiones de adultos. No pocas madres y padres formados universitariamente entre los años sesenta y los noventa rompieron con su tradición católica, no bautizaron a sus hijos ni les legaron en familia oraciones, signos, experiencia religiosa alguna. Han pasado los años y esos hijos creciendo en la no fe se encontraron con las preguntas inevitables, con los interrogantes que inexorablemente exigen respuestas, con la propia vida por hacer, con el testimonio de creyentes ejemplares. Pidieron cuenta a sus padres de esa negligencia religiosa y estos, aturdidos y ya desilusionados de las revoluciones soñadas, no saben responderles. De estos que descubren la fe como un universo de valor, dignidad humana y promesa divina, los que antes no habían recibido el bautismo ahora lo piden y quienes ya estaban bautizados se integran para una nueva formación e inmembración personalizada en la Iglesia. Ellos ya no saben del nacionalcatolicismo, ni de Franco, ni de las disputas en torno al Concilio Vaticano II, ni de integristas y progresistas. Sencilla y radicalmente preguntan por Dios, se asombran ante Cristo, reconocen lo que ha sido la gran tradición de santos, mártires y escritores en la Iglesia. Más allá de sus padres y de su contexto en esta España convulsa se abren a Dios, se convierten a Cristo e integran en la Iglesia, porque saben que sólo desde dentro de ella la llama de la fe tiene pabilo y cera para seguir ardiendo sin consumirse.
Estas son las cuatro formas primordiales que veo en el cristianismo español. Cada una de ellas tiene sus acentos y establece sus primacías. Una pone en primer plano la dimensión institucional de autoridad y fidelidad a una tradición apostólica que hay que prolongar; otra la atención social y la innovación misionera; otra la experiencia sacramental y la identidad eclesial; la última subraya la dimensión de gracia y el valor humanizador propio de la fe. Estos últimos venidos a la fe explicitada saben lo que pueden y deben esperar de la ciencia, la técnica y la política, pero no las consideran un absoluto suficiente para su vida; y saben sobre todo que este mundo no es la última patria de las almas. Cada una de estas formas de cristianismo eclesial está ante un doble imperativo: cultivar con amor ilusionado y explicitud cotidiana su propio carisma, pero sin absolutizarlo. La afirmación de lo propio, la abertura y comunión con los demás, la remisión a los fundamentos constituyentes y a los criterios de autoridad son esenciales para ser católicos. Del apoyo recíproco, comunión y coordinación entre estas formas de iglesia depende hoy y en el futuro la presencia del cristianismo en España.
Junto a este cristianismo explícito yo quisiera reconocer a esa masa considerable de españoles que nacieron a la fe y crecieron en la iglesia, pero a los que los vendavales de la historia colectiva, los dramas y atajos de la vida personal, los han arrojado a costas extrañas. Ya no se sienten ni dentro ni fuera de la Iglesia, sino más bien como pecios de un súbito naufragio. Generaciones de universitarios y profesionales por un lado, y por otro de gente sencilla que fue trasterrada de sus aldeas a los barrios marginales de las grandes ciudades. Arrancados a los medios en que recibieron la fe y cambiadas las fórmulas de catecismo en que la aprendieron, ya no saben por qué han cambiado tantas cosas, qué es verdad, qué no se puede creer y qué se debe creer hoy con dignidad. Esa masa tiene el derecho a esperar de la Iglesia instituida una atención especial y un cariñoso cuidado pastoral. No se debe quebrar la caña cascada ni apagar la mecha humeante. Se trata de un cristianismo implícito, que no logra una explicitud coherente con las nuevas formas de vida; cristianismo perplejo, que puede desembocar en la gozosa explicitud renovadora de la fe o en el simple ateismo desilusionado. Hay otra expresión del cristianismo entre nosotros. Se trata de aquellos que habiendo nacido y crecido como cristianos han roto decididamente con el cristianismo por no reconocerle verdad teórica, por considerar que se ha degradado en la historia, que la Iglesia no responde a las necesidades últimas de la vida humana o que su propuesta moral no concuerda con las evidencias de la conciencia contemporánea. Sin embargo, valoran su legado cultural, social y humanitario, pero quisieran heredarlo desde otras claves, transfiriéndolo a interpretación secular y a propiedad civil. Es el cristianismo cultural o poscristianismo, ya sin fe y sin Iglesia, que en algunos casos se traduce como anticristianismo. La Iglesia tiene que ser consciente de ello intentando comprender esas trayectorias y proponiendo a todos el evangelio, también a este último grupo.
Tal es la complejidad de la presencia católica en la sociedad española, en la que a su vez desde su perspectiva propia y la correspondiente libertad religiosa colaboran otras expresiones del cristianismo y las de otras religiones. El diálogo en libertad hacia la verdad es el imperativo exigido tanto por la dignidad humana como por la dignidad de la religión y del cristianismo.